Por Javier Marín
Para LA GACETA - TUCUMÁN
-¿Por qué Santucho? ¿Qué preguntas hay para hacerle desde nuestro presente?
-Quizás porque fue uno de los revolucionarios, equivocado o no, que entregó su vida por un ideal, y eso es todo un símbolo para las nuevas generaciones. En una época vacía de retratos modélicos, Santucho es un personaje para ser admirado y para que los hijos de aquellos militantes comprendan el valor, los aciertos y los errores del comportamiento de sus padres. Nunca pienso en preguntar nada a mis personajes. Ellos transitan la novela, después se pierden. El escritor también los ve alejarse. Como novelista intento evitar todo maniqueísmo, de allí que siempre la novela transcurre bajo la mirada de este taxista llamado Julio López. Yo intento mirar al personaje Santucho, no desde aquellos lugares lógicos sino ubicarme en el rincón oculto, el no esperado. Un taxista es un espía de vidas ajenas, el mío es un intelectual desencantado que busca hacer justicia de manera individual. Un ser solitario, en la vereda opuesta al materialismo dialéctico e histórico, hace del taxi su bola de cristal, y de él, el augur que conduce.
-Un tema solapado, que sobrevuela la novela, es el diálogo intergeneracional, la preocupación del personaje por legarle a su hijo (como signo de futuro), algo del orden de lo simbólico, como el libro que está escribiendo…
-Para algunos, el taxista será la representación del fracaso de una generación, y en el caso de que Julio López, taxista, lo sea, conlleva la esperanza de escribir su libro y de encontrar el cuerpo de su héroe, Robi Santucho. El cuerpo es la memoria de lo que fue, no puede perderse, debe ser encontrado, es parte de ese legado, de lo que él le quiere ofrecer a su hijo. Su vida afectiva es un fracaso, subsisten las idealizaciones como las de sus héroes, y, en el terreno pedestre, la de su hijo.
-Un tema que atraviesa la obra es la añoranza de una vida más plena de sentido, y la consecuente pregunta sobre el sentido de la muerte. Esto aparecía ya en tus novelas anteriores, como Perder la cabeza, Monteagudo, Cabeza de Tigre… ¿Qué hay de individual y qué de colectivo en esta indagación?
-Todo auténtico amante del arte cae dentro de la escena, y yo no soy la excepción. En las tres novelas como en Santucho, se vislumbra el fracaso de los que apostamos a un mundo mejor. La muerte ronda en la cabeza de todas mis novelas, lo hace de manera transparente y delicada. Una necesidad de batallar contra el conformismo que nos aplasta. Julio López, el taxista, lo expresa con la necesidad de jugarse por sus sueños, jugarse por lo que cree, independientemente si su proyecto es o no individual. No se lo plantea, tampoco le preocupa morir, siempre y cuando esa muerte devenga como consecuencia de un ideal. De allí la identificación que siente por Santucho.
-A diferencia de las novelas que mencioné, ocupa más lugar el recurso del humor, por momentos el grotesco. En este sentido, Yo San Tucho se parece más a tu novela anterior, Querido Eichmann… ¿Qué encontraste con este recurso? Me parece notable que se puedan tratar así estos temas sin caer en el cinismo.
-En primer lugar, encontré un paisaje ficticio: los subsuelos de Campo de Mayo. Convertí a los militares en maniquíes. Se dice, en una de las tantas versiones, que se los mantuvo a Santucho y a Urteaga congelados, como para tener, en caso de que se necesitara, una prenda de cambio. No resulta demasiado lejano a colgarlos de dos guinches y pasearlos frente al ejército por un sistema de poleas. En ambas novelas hay una historia, en ambas está presente el humor, como algo amargo, como una media sonrisa que proyecta nuestras zonas más desagradables.
-En las voces de la novela se alternan los lamentos por un pasado roto y la esperanza en que la historia no está cerrada, que los grandes sueños todavía pueden hablar del futuro. ¿Se resuelve esa tensión?
-El tiempo vivido hasta ese momento es más ligero que el tiempo que nos resta por vivir. Los revolucionarios tienen un pequeño cielo, como en Monteagudo. Solo la creencia en las utopías puede hacer de ese breve cielo un sueño común, extenso, que toca el horizonte campestre y hacia el norte atraviesa las montañas. Ni siquiera con la revolución puede resolverse esa tensión, en ese caso, dejaría de ser verosímil la dialéctica marxista.
© LA GACETA
Yo, San Tucho*
Por Marcos Rosenzvaig
El departamento luce húmedo, como si viviese bajo el agua, en tal caso los soldados armados son las raíces de esta floresta impenetrable. Las gotas de agua se deslizan por la pared. Nada ni nadie les bloquea el paso. Mi sueño quiere entrar en la luz de la mañana, pero me da pena ahuyentar la pesadilla. Una niebla espesa cubre el bosque apenas iluminado; de a ratos, hay destellos de luz, caras emergiendo de las sombras, palas y tierra en el aire cayendo en la oscuridad, murmullos lejanos que me recuerdan el otro mundo. La pereza de abrir los ojos amortigua el deseo de saber dónde estoy y la sensación de haber dormido años desestima el duro parqué e, incluso, el frío que se cuela desde alguna parte. Me rodea una luz medrosa. Pasan por el hueco de la ventana gajos de nubes en dirección hacia el autocine del barrio. Estoy dormido sin perder la conciencia de mi sueño. Mi nombre es Julio López y mi profesión es taxista. Los que tenemos un taxi somos los que hemos fracasado en otras disciplinas.
*Fragmento.
Perfil
Marcos Rosenzvaig nació en Tucumán, en 1954. Es profesor de Letras egresado de la UNT y doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Málaga. Es actor, director y autor de más de veinte libros de ensayos y obras teatrales publicadas, entre las que se destacan El veneno de la vida, El pecado del éxito y Regreso a casa. Es autor de las novelas Naufragio en Bibbona, Cabeza de Tigre y Querido Eichmann.